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Al principio, los síntomas infantiles pueden ser confundidos con otras condiciones y los menores pueden sufrir angustia severa durante años.
Justo estaba investigando y realizando entrevistas sobre el trastorno bipolar cuando comenzaron a sonar noticias en mi barrio de la ciudad de Nueva York sobre un hombre de 21 años que llevaba extraviado una semana. Los comunicados lo describían como “bipolar” y decían que “tal vez esté experimentando un episodio maníaco”.
Leer estas noticias me transportó casi siete décadas atrás, a aquel día en que la policía estatal de Texas llamó a mi padre para informarle que habían encontrado a su hermano, mi tío favorito, deambulando en la carretera. Nunca supimos cómo llegó hasta ese lugar desde Nueva York. Al parecer, sufrió un brote psicótico y terminó en un hospital de salud mental del estado de Nueva York que, fuera de aplicar tratamientos con choques eléctricos, ofrecía pocas herramientas para ayudarlo a reincorporarse a la sociedad con efectividad.
No fue sino varias décadas después que le dieron el diagnóstico correcto: tenía depresión maníaca o, como se le denomina en la actualidad, trastorno bipolar. Caracterizada por cambios bruscos en el estado de ánimo, la “enfermedad maníaco-depresiva” fue reconocida oficialmente por la Asociación Americana de Psiquiatría en 1952. Por desgracia, pasaron muchos años antes de que existiera un tratamiento efectivo (el fármaco litio, que ayuda al cerebro a estabilizarse cuando sufre episodios agotadores de manía y depresión graves) para ayudar a mi brillante tío a reanudar su vida con cierta normalidad.
Por lo regular, el trastorno bipolar es un padecimiento que sufren miembros de una misma familia, y cada uno experimenta los síntomas en mayor o menor medida. Si uno de los padres padece el trastorno, el riesgo de sus hijos aumenta al diez por ciento. El hijo único de mi tío manifestó algunas características de conducta del trastorno bipolar de poca importancia, como aumento considerable en la velocidad de locución y actividad frenética, pero a pesar de ello pudo completar dos grados universitarios, casarse, ser padre de familia y tener una exitosa carrera de gran exigencia intelectual.
El trastorno bipolar suele diagnosticarse al final de la adolescencia o al inicio de la edad adulta, y afecta aproximadamente al cuatro por ciento de la población en algún momento de su vida. Sin embargo, en décadas recientes se ha observado un notorio incremento en el diagnóstico de esta enfermedad en niños y adolescentes, aunque algunos expertos están convencidos de que hay sobrediagnóstico de este trastorno e incluso sobretratamiento con fármacos psiquiátricos potentes.
Los síntomas observados en los niños en un principio pueden confundirse con otros padecimientos, como el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (o TDAH) o el trastorno oposicionista desafiante (o TOD), lo que puede causarles gran angustia a los jóvenes tanto en casa como en la escuela durante años. Como señaló en nuestra entrevista David Miklowitz, profesor de Psiquiatría en la Escuela de Medicina de UCLA, todavía existe “un rezago de alrededor de diez años entre la aparición de los síntomas y la identificación del tratamiento adecuado”.
A partir de un análisis del historial de varios pacientes, Boris Birmaher, profesor de Psiquiatría en la Escuela de Medicina de la Universidad de Pittsburgh, concluyó: “En casos que corresponden hasta al 60 por ciento de los adultos con trastorno bipolar, los síntomas anímicos comenzaron a manifestarse antes de los 20 años de edad. Por desgracia, el trastorno bipolar pediátrico en general no se identifica, y muchos jóvenes que padecen esta enfermedad no reciben tratamiento o se les atiende por afecciones comórbidas en vez del trastorno bipolar”.
No obstante, Birmaher, quien se especializa en trastorno bipolar de inicio temprano, advierte lo siguiente: “El trastorno bipolar pediátrico afecta gravemente el desarrollo normal y el desempeño psicosocial, además de aumentar el riesgo de problemas de conducta, académicos, sociales y legales, así como de psicosis, abuso de narcóticos y suicidio. Mientras más se tarde en comenzar el tratamiento adecuado, peores serán las consecuencias en la edad adulta”.
La detección temprana, que es más probable cuando hay antecedentes de trastorno bipolar en la familia, les da a algunos jóvenes afectados la opción de probar el tratamiento con terapia familiar y conductual y, si la respuesta es positiva, obviar el uso de medicamentos, sugirió Miklowitz.
En general, es preferible evitar tratamientos con fármacos en el caso de los niños. Terence A. Ketter, profesor retirado de Psiquiatría de la Universidad de Stanford, afirmó que un problema es que cuando “las autoridades se topan con un grupo de niños con mala conducta, lo primero que piensan es que deben darles antipsicóticos para lograr que se comporten bien, pero pueden convertirse en una especie de zombis si se les aplica tratamiento innecesario”. Concordó con Miklowitz en que, “en promedio, los niños necesitan alrededor de una década y consultas con tres médicos distintos para recibir el diagnóstico y el tratamiento adecuados”.
Otra dificultad para dar el diagnóstico y tratamiento adecuados es la inagotable energía y la impresionante productividad y creatividad que van ligadas a los episodios de manía. Es probable que un joven no reciba la atención médica que necesita hasta que la manía dé paso a una depresión grave o, como en el caso de mi tío, psicosis.
Ronald Braunstein, director de la Orquesta Me2, que creó con Caroline Whiddon para apoyar a personas talentosas con enfermedades mentales, recordó que a los veintitantos años estaba montando en una ola frenética de logros artísticos cuando una depresión paralizante le provocó un colapso profesional y personal. Sin embargo, durante décadas no fue atendido adecuadamente y experimentó repetidos ciclos de grandes éxitos como director, seguidos de grandes fracasos.
Le pregunté a Braunstein, que ahora tiene 65 años y durante los últimos 14 años al fin ha recibido un tratamiento eficaz para el trastorno bipolar, qué recordaba sobre los primeros signos de su enfermedad mental.
“Todo parecía estar mal en mi adolescencia, no me sentía equilibrado emocionalmente”, dijo. “Las cosas eran más raras de lo que deberían haber sido cuando era adolescente. Mi padre una vez me llevó a un psiquiatra que me diagnosticó que tenía ‘nervios malos’”.
Describió así uno de los primeros síntomas de la manía:“Quería aprender a volar, y pensé que si bajaba una colina lo suficientemente rápido e inclinaba las manos en cierto ángulo, habría volado. En la escuela secundaria les dije a mis compañeros de estudios que sabía volar y fui a lo alto de un edificio para hacer una demostración. Afortunadamente, me convencieron de no hacerlo”.
Dijo: “No sabía qué estaba mal o si podía tratarse”. Añadió que para los padres de adolescentes, que pueden tener dificultades para reconocer el comportamiento anormal en los adolescentes, “a veces es difícil distinguir qué es una enfermedad y qué es una grandiosidad normal o una tristeza normal que podría haber sido causada por la ruptura con una novia”.
Birmaher enfatizó que, aunque los jóvenes que padecen trastorno bipolar por lo regular sufren episodios repetidos de depresión grave, “los episodios depresivos no son indispensables para llegar a un diagnóstico”. En algunos casos, la manía es el principal síntoma.
Cuando la depresión es el síntoma que lleva a los pacientes a buscar atención profesional, el diagnóstico correcto puede ser especialmente difícil. Como explicó Ketter, las personas con depresión en ocasiones no pueden recordar episodios anteriores de manía que se presentaron cuando no estaban deprimidas.
Miklowitz mencionó que una de las primeras señales del trastorno bipolar es la “desregulación anímica, es decir, que el niño sienta enojo o depresión en determinado momento y al poco tiempo se sienta emocionado, feliz y lleno de ideas”.
Hizo una lista de características que pueden ayudar a los padres a distinguir estos extremos de los altibajos normales de la adolescencia. Algunos de estos síntomas, muchos de los cuales deberían ser evidentes para quienes están alrededor, son “delirios de grandeza, menor necesidad de sueño, habla acelerada o apresurada y/o pensamiento ideofugitivo, frenesí de ideas, distracción, excesiva actividad enfocada en objetivos y comportamiento riesgoso e impulsivo”, indicó Miklowitz.
En cuanto a los síntomas de depresión, sugiere observar si hay “algún deterioro en las actividades normales; por ejemplo, si el niño de repente comienza a ausentarse de la escuela o a llegar tarde, no termina la tarea, se queda dormido en clase, baja de calificaciones, no quiere comer con nadie más, habla de suicidio o se lastima”.
Dependiendo de la gravedad del deterioro en cada caso, si se detectan en la adolescencia síntomas que no ponen en riesgo la vida, Miklowitz dijo que quizá sea posible comenzar con psicoterapia y evitar los medicamentos, que tienen efectos secundarios.
“Sin embargo, si la vida del menor corre peligro, si no puede realizar sus actividades normales en casa o en la escuela, es posible que algún fármaco sea la respuesta correcta”, aclaró. “Evitar el uso de fármacos conlleva ciertos riesgos”.
Cuando es necesario el uso de medicamentos, explicó, la dosis debe ser solo la suficiente para controlar los síntomas y no para sedar al paciente en exceso.
Jane Brody es columnista de Personal Health, un puesto que ha tenido desde 1976. Ha escrito más de una decena de libros incluyendo los éxitos de ventas Jane Brody’s Nutrition Book y Jane Brody’s Good Food Book.